
Mi experiencia personal como yoguini
Si ya has practicado yoga en el polideportivo municipal de tu localidad, en el centro cultural de turno, en grandes escuelas conocidas de yoga en la gran ciudad, en centros pequeños de barrio y de pueblo, si has buscado maestros, gurus, guías, incluso instructores o monitores en tu gimnasio, ya te puedes hacer una idea por todos los lugares que he ido pasando para buscar mi camino desde que descubrí el yoga con tan solo 15 años…
Por aquel entonces yo sufría anorexia, que se caracteriza por estar a caballo entre la ansiedad y la depresión, por lo que no era capaz de gestionar mis emociones en el aquel entonces momento presente que me abrumaba tanto. Mi madre se apuntó a las clases de yoga del polideportivo municipal de Pinto y yo con ella a ver si eso me ayudaba de alguna forma.
Tuve la suerte (aunque no creo en ella) de encontrar a una profesora asiática que a pesar de ser tantos alumnos como éramos en cada clase, quizás una veintena, nos miraba a todos y nos hablaba individualmente cada vez que lo creía necesario, se acercaba a nuestro sitio, nos ajustaba manualmente, incluso nos enseñó a darnos masajes los unos a los otros usando solo los pies al estilo tailandés. Recuerdo que aquello me hizo sentir tan bien, tan tranquila, que siempre estaba deseando que llegara la siguiente clase para desconectar de mis pensamientos y de la “Loca del Ático” (que es como llamo ahora a la mente de forma coloquial).
También tuve una época en la que entrené muy intensamente en gimnasio y recuerdo la tensión acumulándose en mi espalda, así como la rigidez causada por tantas horas de entrenamiento y tan poco tiempo de estiramiento. Yo venía de un alto nivel de autoexigencia desde niña, y más desde que había practicado gimnasia rítmica y ballet. Todas las disciplinas deportivas pueden ser saludables o lesivas, y el deporte de élite o practicado sin consciencia con un mero objetivo físico, normalmente nos lleva a un lugar no muy agradable… Al menos eso me pasó a mí. Me machaqué mucho corriendo, subiendo peso, intentando perder grasa corporal, cambiar mis formas, gustarme a mí misma, etc. Y no has hablo de la adolescencia, os estoy hablando ya de mis 20. Pero no me daba cuenta que el problema real estaba en mi interior, en mi concepto de mí misma y mi falta de autoestima. En esta época volví a conectar con un par de profesores muy buenos que me ayudaron a atravesar ése páramo y llegar a buen puerto, ya que de otra forma es muy probable que hubiera tenido más lesiones de las que tuve de por sí, pero nada grave que persista hasta la actualidad.
Más tarde, en mis 25, tras viajar mucho, hacer cosas muy diferentes, trabajar en profesiones diversas y buscarme a mí misma por activa y por pasiva, tras una ruptura muy dolorosa, de esas que te rasgan el alma, terminé buscando respuestas de nuevo en el yoga. Esta vez en un Ashram en Madrid. Para quien no sepa lo que es esto es como un convento al cristianismo, solo que en yoga se hace servicio voluntario, meditación, yoga, se canta, se hacen retiros, se limpia, se cocina, etc. Para mí este sitio fue como un flotador salvavidas, literalmente. Me sacó de un mar de lágrimas del que no sabía salir sola y allí empecé a encontrarme un poco a mí misma, a ver la luz al final del túnel oscuro. Por aquel entonces y tras haber vivido sola desde los 20, me tocó volver a vivir con mi familia, y fueron tiempos duros y difíciles, de muchos retos y conflictos. Iba cada mañana al Ashram y volvía cada noche solo para dormir. Hacía vida allí, con los profesores, los alumnos y los otros voluntarios. Se convirtieron en mi segunda familia, una que yo elegía y me daban paz y claridad. Aprendí muchísimo en la Escuela de Yoga Sivananda Vedanta de Madrid, pero tenía claro que quería volver a vivir sola y para eso necesitaba trabajar y ganar un sueldo.
Después de aquello trabajé, viajé, me enamoré y me casé con el padre de mi hijo que ahora es mi ex marido. Y finalmente en 2018, en pleno proceso de separación, con toda mi vida patas arriba, la vida volvió a indicarme el que ahora sé que es mi camino, mi propósito vital: Enseñar yoga.
Buscaba escuelas no solo para practicar sino para formarme como profesora y dejar de trabajar en multinacionales o en el aeropuerto, en trabajos que no me llenaban ni me hacían feliz. Y tras darle muchas vueltas me llegó la información del Certificado de Profesionalidad en Instrucción en Yoga que imparte la Universidad Politécnica de Madrid en INEF. No sabía cómo iba a compaginar criar y lactar a mi hijo que en aquel entonces tenía solo 3 añitos, ni cómo pagaría un curso de 550 horas estando en paro, pero una vocecilla dentro de mí me susurró que no me rindiera, que tenía que intentarlo al menos. Así que hablé con mi madre y mi ex, les expliqué que quería ver si el yoga era para mí, no solo para practicarlo como hasta entonces, sino para vivir de ello, y que no quería morir sin probar suerte.
Tuve que hacer malabares para coordinar los fines de semana de clase con el régimen de visitas de mi ex, para llegar a la universidad en tren y metro, incluso gasté los pocos ahorros que me quedaban en la matrícula, pero fue la mejor decisión que he tomado en mi vida junto con la de ser madre aunque ninguna de las dos cosas han sido fáciles de superar, no me arrepiento de haberlas hecho. Para mí fue el comienzo de un proceso de transformación y cambio interno, externo, de mente, de vida, de hábitos… Y gracias a aquella formación empecé a enseñar mi pasión y mi misión: El Yoga.